Al aproximarse ya su décimo octavo solsticio de verano, mira con el mismo hastío de siempre la ciudad que poco a poco parece ir derritiendose gracias al sol y la temperatura digna del averno que la inunda, sofocando a los peatones, que en su diaria coreografía llena de pasos perdidos que no conducen a ningun lado, esperan (no todos, sino una minoría, ya que algunos parecen disfrutar este infierno) que una nube se apiade de ellos regalándoles una lluvia que alivie su apesadumbrado andar, vuelva a poner rojas las tejas de los techos y que haga que la luna se refleje en los vestigios de esa esperada tormenta pasajera.
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